lunes, 4 de mayo de 2009

Las armas nacionales se han cubierto de gloria



O lo que es lo mismo, alguna vez teníamos que ganar.



“Alegre el marinero

con voz pausada canta

y el ancla ya levanta

con extraño rumor.

La nave va en los mares

botando cual pelota

adiós, mamá Carlota

adiós, mi tierno amor”.


Así comenzarían los versos de la canción que durante la invasión francesa, sería el canto de lucha del ejército republicano mexicano, y que compusiera en forma improvisada, el general don Vicente Riva Palacio en la población de Huetamo, Michoacán en los primeros meses del año de mil ochocientos sesenta y seis, al enterarse del último viaje a Europa que haría Carlota de Habsburgo pidiendo ayuda a los príncipes europeos para sostener a su marido Maximiliano, en un trono que jamás le perteneció.


Antes, el cinco de mayo de mil ochocientos sesenta y dos, las armas mexicanas se cubrían de gloria al detener a la fuerza invasora francesa, que junto con los conservadores mexicanos, intentaba imponer a Maximiliano en ese trono y por los intereses político-económicos de Napoleón III en este continente y prever, en lo que no le faltó razón dicho sea de paso, el poderío que con el tiempo, adquirirían los Estados Unidos de Norteamérica.



Durante el siglo XVIII, México se vio envuelto en una serie de guerras internas y asonadas, además de dos intervenciones (invasiones es más apropiado) de los Estados Unidos y una de los franceses que después de la lucha de Independencia, le costaría más de la mitad de su territorio; primero Texas en 1836, el resto entre 1840 y 1850.


En el inicio de la década de mil ochocientos sesenta, el gobierno de Lerdo de Tejada primero, y de Benito Juárez después, se encuentran enfrascados en una lucha interna cruenta, la Guerra de Reforma o de los Tres Años, donde el clero mexicano, aunado a varios círculos de la alta burguesía mexicana y ciertas esferas del ejército, procuraban no perder sus derechos de casta en la nación.


Las arcas nacionales están vacías. El clero, desde tiempos de la conquista, es quien posee la tierra y el dinero.
México se ve amenazado desde el exterior por tres potencias mundiales, y una que comienza a crecer (y tirar miradas ávidas de terminar la expansión), en la frontera norte de su territorio. Por un lado, los ingleses buscan una indemnización a sus súbditos radicados en el país por las afectaciones sufridas durante la guerra de Reforma. Los españoles, no quieren quitar el dedo del renglón y se relamen los bigotes y la barba esperando poder recuperar la más poderosa y rica de sus ex colonias. Los franceses, desean recuperar la Lousiana, y bloquear el crecimiento y subsecuente poderío de la América anglosajona, y amparándose los tres en una moratoria o suspensión de pagos de deuda externa ordenada por Juárez en julio de mil ochocientos sesenta y uno, cuya duración sería de dos años, no negando las deudas, tan sólo pidiendo un respiro para poder pagarla y atender las necesidades inmensas que tenía en ese momento el gobierno y por lo tanto el país. Esos países firman el Tratado de Londres, para cobrarnos la deuda contraída, pero pensando más bien en formar un imperio en la América nuestra.


Al mando de las fuerzas invasoras, venían: Dunlop por los ingleses, Juan Prim por los españoles y Jurien de la Graviere, al principio, por los franceses.


Con los españoles a la vanguardia, franceses e ingleses se reunieron a ellos frente al puerto de Veracruz.


Juárez, envió a Doblado a negociar con las fuerzas invasoras, la deuda reconocida y mejores formas para pagarla que conviniese a todas las partes, y no dar así motivos a la intervención.
En los tratados de la Soledad, en Veracruz, Prim y Doblado casi llegan a un acuerdo. Prim molesto por la piratería francesa, simpatizó con la causa mexicana.


Como resultado de esos tratados, Juárez ve reconocido su gobierno. Se ratifica que no se atentará contra la integridad del territorio. Las fuerzas armadas invasoras avanzarían a Orizaba y Córdova en Veracruz y en Tehuacán, en Puebla, por motivos de salud pero en caso de no llegar a un acuerdo, regresarían a Veracruz.


Los conservadores, junto a algunos franceses encabezados por Lorençez, hicieron nuevos desembarcos, lo que obliga al gobierno de Juárez a protestar, pero los enviados de Napoleón III ignoran al gobierno juarista. Los españoles e ingleses vieron en esta actitud una clara violación a los tratados de Londres y Soledad, dando por terminada así su alianza con Francia, y reiniciando sus relaciones con Juárez y su gobierno.


Por su parte, los franceses, al romperse el Tratado de la Soledad, en lugar de replegarse a Veracruz, decide, bajo las órdenes de Lorençez, avanzar rumbo al interior del país. Pensaba que Puebla, en gran parte ocupada por los conservadores y el clero, se uniría a la cusa francesa, y Lorençez así se lo hizo saber a la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III.
El ejército francés, uno de los más poderosos del mundo, no hacía muchos años estuvo bajo su bota prácticamente toda Europa, vio sus filas aumentadas por los conservadores mexicanos y se dirigieron rumbo a Puebla de los Ángeles.


La ciudad, era defendida por un joven general del norte del país, Ignacio Zaragoza.
Antes de iniciar la lucha y defensa de la ciudad, Zaragoza tuvo que convencer a los poblanos no sólo de la importancia de la batalla, sino de que la soberanía nacional, o sea la libertad e independencia del país estaban en juego.


Lorençez ordenó el ataque para el cinco de mayo de mil ochocientos sesenta y dos.


El ejército francés fue rechazado en los fuertes de Loreto y Guadalupe, y derrotados técnicamente, ya que en realidad, el rechazo ocasionó el forzoso repliego de las fuerzas invasoras en la espera de refuerzos.


Pero la derrota moral fue mayor. Los franceses, en su orgullo galo, habían recibido un duro golpe asestado por las armas mexicanas. Ese triunfo fue visto con orgullo por las naciones de la América Latina, y como una afrenta personal por Napoleón III, quien respondiendo a la solicitud del general Lorençez (veinte mil soldados, además de implementos de artillería), lo reforzaría con treinta mil soldados más, y uno de los mejores comandantes del reino francés, Forey, quien destituyera a Lorençez en el mando.


El general Zaragoza en “el parte” de guerra de ese día enviado al presidente Juárez pasaría a la historia, en él Zaragoza escribiría: “El ejército francés se ha batido con mucha bizarría; su general en jefe se ha portado con torpeza en el ataque. Las armas nacionales se han cubierto de gloria, puedo afirmar con orgullo, que ni un solo momento volvió la espalda al enemigo el ejército mexicano, durante la larga lucha que se sostuvo.”


A la muerte de Zaragoza, el 8 de septiembre de ese mismo año a los 33 años de edad, tocó el honor de defender a la ciudad al general González Ortega, que resistió el asedio de las fuerzas invasoras prácticamente durante ocho meses, al cabo de los cuales, y como la gran México Tenochtitlán hacía más de trescientos años, después de destruir los pertrechos de guerra que quedaban, sin sumisión, se rindió.


Pero ese triunfo, que detuvo el avance francés por un año, permitió la reorganización de la resistencia al invasor.


Lo que siguió, los seis años de ocupación francesa, representada en la figura e imperio de Maximiliano y Carlota, es otra página de la historia mexicana.


Por ahora, sea el tributo a Zaragoza y todos esos mexicanos, soldados y civiles que permanecen y permanecerán en el anonimato por los siglos de los siglos, pero que han sido ellos los que nos han dado patria y libertad.


Y no nada más eso. Como bien señala también el maestro Justo Sierra: “El cinco de mayo defendió Zaragoza en Puebla la integridad de la patria mexicana y de la federación norteamericana (de haberse logrado el triunfo de las armas francesas, y con el inicio de la guerra de sucesión norteamericana, la alianza entre estos dos ejércitos, y tal vez el mapa del mundo, y su historia serían otra cosa) Es una lástima que ese servicio involuntario de Zaragoza a los Estados Unidos nunca haya sido valorado, tal vez en parte compensado (en ninguna circunstancia desinteresado), pero nunca superado”.


En está fecha, revaluemos nuestros valores, no nada más como mexicanos, sino como hermanos latinoamericanos. Hermanos que hemos sufrido las intervenciones extranjeras, sus ideologías, que a veces nada más nos dejan la pero parte de ellas, que tratan de modificar, para su beneficio, las nuestras.


Mostremos ese orgullo mestizo y criollo que todos compartimos. Transmitámoslo a nuestros hijos y vecinos. Mantengamos vivos nuestros mosaicos culturales, hermanándolos en la distancia, y así, aquí en este país, el sueño bolivariano sea una realidad, y seamos todos los latinoamericanos un sólo corazón, meta y vocación, para que los pequeños vivan en verdad, un mundo mejor.


"Una sola piedra puede desmoronar un edificio.
Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645)
Escritor español"

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Comparto contigo el mismo deseo... Pero ahora, la realidad se reafirma: Jamás seremos uno mismo, Latinoamérica jamás estará unida.

Nahuí Ollín dijo...

Y cómo cuesta trabajo, con el correr de los años, darse cuenta que es cierto, que mientras más tratamos de acercanos, más nos distanciamos, más regionalistas nos volvemos y por ende menos tolerantes con los que a pesar de todo, llamamos nuestros hermanos latinoamericanos.
Re jodida paradoja ¿qué no?